
Y se le acercó para hacerle fiestas y gestos agradables. Pero el niño, espantado, forcejeaba al acariciarlo la pobre mujer decrépita, llenando la casa con sus aullidos. Una vela chica, temblorosa en el horizonte, imitadora, en su pequeñez y aislamiento, de mi existencia irremediable, melodía monótona de la marejada, todo eso que piensa por mí, o yo por ello -ya que en la grandeza de la divagación el yo presto se pierde-; piensa, digo, pero musical y pintorescamente, sin argucias, sin silogismos, sin deducciones. Tales pensamientos, no obstante, ya salgan de mí, ya surjan de las cosas, presto cobran demasiada intensidad. La energía en el placer crea malestar y sufrimiento positivo. Y ahora la profundidad del cielo me consterna; me exaspera su limpidez. El estudio de la belleza es un duelo en que el artista da gritos de terror antes de caer vencido.
Mira que no sé hablar, que solo soy un niño. Respondí: —Veo una rama de almendro. Respondí: —Veo una olla hirviendo que se derrama por la parte del norte. No les tengas miedo, o seré yo quien te intimide. Siguieron vaciedades y se quedaron vacíos. Los expertos en abogacía no me reconocían; los pastores se rebelaban contra mí, los profetas profetizaban por Baal, fueron tras ídolos que no sirven de nada. Quien la busca no ha de cansarse, siempre la encuentran encelada. Me gustan los extranjeros y tras ellos pienso ir».